En febrero de 2018 la esquina de un céntrico edificio en A Coruña amaneció decorada por unas pintadas. “Lucas Pérez pesetero, estafa”. “Lucas vete ya”. La inquina muchas veces es vecina de la necedad. Quedó claro cuando un paisano pegó sobre los garabatos un folio que enmarcaba un aviso para el pintor: “Lucas ya no vive aquí, gilipollas”. Tres meses después el Deportivo descendió a Segunda División entre un ambiente tóxico del que el futbolista salió por la puerta de atrás. Había regresado al club después de que el Arsenal hubiese pagado los 20 millones de euros fijados en su cláusula de rescisión. Forzó a los gunners a que le cediesen al equipo de su corazón, ese en el que soñaba jugar de niño, cuando estaba entre los chicos que mejor jugaban al fútbol de la ciudad. Pero los responsables del fútbol base deportivista siempre llamaban al compañero de al lado, como aquella vez que estuvo preseleccionado para lucir los colores blanquiazules en el torneo alevín de Brunete. El chico criado por sus abuelos se acabó marchando con 16 años a Vitoria.
El Alavés hizo una prueba a 40 chicos y se quedó con dos, él y Pedro Oliva, un extremeño. Hasta que llegó el indescriptible Piterman a la propiedad del club y Lucas salió de aquel avispero. Fue su primer regreso a casa, no al Deportivo, claro. Al Montañeros. Volvió a irse: escaló en el Rayo Vallecano del filial al primer equipo, aceptó una oferta del fútbol ucraniano, conoció los sinsabores de los impagos a 3.000 kilómetros de casa. Y cuando estaba en el PAOK griego le llegó la llamada que esperó durante años. Su primer gol en el Deportivo, en la misma portería en la que este domingo escribió un pedazo de historia de su club, lo celebró con un beso al escudo y una dedicatoria a sus abuelos. “Ojalá me hubiera visto mi abuela”, deslizó tras conducir al Deportivo al regreso al fútbol profesional después de cuatro años de desdichas. En 2024, Lucas Pérez es la persona más popular y querida de A Coruña, la que atesora un sentimiento complicado de suscitar no ya en el mercantilizado mundo del fútbol sino en la vida, el de la gratitud.
Pero la historia no siempre se escribió con renglones tan rectos. Antes de aquellas pintadas también sufrió en el propio estadio de Riazor un episodio humillante cuando tras un partido empatado ante el Villarreal (entonces el Deportivo jugaba en Primera, pero en Primera División, no Federación) regaló su camiseta a la grada y se la lanzaron de vuelta.
Por eso, por las pintadas, por tantos sinsabores, por el descenso de 2018, por deportivismo, por coruñés, por eso volvió Lucas y renunció a los miles de euros de un contrato en la máxima categoría. “Decían que estaba loco. ¡Bendita locura!”, gritó micrófono en mano a los cuatro vientos de Riazor tras llevar al equipo con su zurda, firme y a la vez sedosa, al fútbol profesional. Todo había sido por y para eso. Para quitarse aquel mal sabor de boca, para borrar las pintadas, para que cada camiseta suya sea considerada un tesoro. Lucas volvió también para que la gente (toda) le quiera, para sentirlo, marcar el gol del ascenso, abrazarse a los compañeros y a la grada y permitirse unos instantes de atronadora soledad mientras el speaker incitaba al estadio a gritar su nombre y primer apellido. Fue entonces cuando abrió los brazos, fijó la mirada en lo más alto que pudo y berreó como si no hubiese un mañana. Cuando hacia el final del partido fue a sacar un córner, le lanzó una confidencia al juez de línea que estaba a su lado: “Tengo los pelos de punta”.
Pero vivo como es en el campo, en el que esta temporada firma 12 goles y 17 asistencias, lo fue también ante los micrófonos. En el que le pusieron en las manos para dirigirse a la gente desde el césped, lo primero que lanzó fue un recuerdo a Álex Bergantiños, el capitán que se retiró el verano pasado; a Ian Mackay, otro deportivista de barrio, como Lucas y Álex, y al que el club le mostró la puerta de salida en enero, desdichado protagonista por sus errores en el playoff perdido hace un año en Castellón tras haber protagonizado una temporada excelente. También se acordó Lucas del doctor Carlos Lariño, que salió del club tras un “despido pactado” y 17 años de servicios. Y explicó, en fin, lo que que mil veces detalla y todavía hay quien no lo comprende. “Volví y no lo entendían. No entendían lo que es el Deportivo”. Aquel descenso a Segunda antes de tener que hacer las maletas de nuevo le reconcomía todavía en la alegría de la fiesta de este domingo. “Poder devolver algo de lo que en su día quité. No se me va de la cabeza. Tanto por mi ciudad, como por el Deportivo, mi familia y mis amigos”.
Lo explica Lucas y nadie en A Coruña, y mucho menos quien se exprese como lo hace él en idioma koruño, le puede decir que está grillao (loco). Lo podría explicar alguien que puchase (supiese) tanto como para burlar (jugar) al fútbol como lo hacía ese chorbito (chiquillo) del barrio de Monelos y se aplicase con tanta constancia como para no abucharese (venirse abajo) por los bandazos que da la vida, alguien que acumulase tanta rabia contenida como para irse gambeando (corriendo) a darle un fotón, o un meco, (golpe) a una valla de publicidad tras marcar su primer gol en Riazor. El neno (niño) que no se chinó (enfureció) cuando las cosas le salieron mal, que evitó buyas (discusiones) con los notas (personas) que le tenían pía(inquina), el que nunca se riló (acobardó), volvió a emigrar y jamás se quitó de la cabeza la idea de demostrarle a sus vecinos que no era un fulero (fraude). En la noche de este domingo lo celebró, ya le tocaba, por todo lo alto. Y lo hizo a dolor.
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